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3/07/2022

A’laülaakai Maiko’u – El abuelo de las Barbas de Maíz

Por Luis Fuenmayor, Wayuu Epieyuu

Red de Comunicaciones Wayuu Pütchimaajana

 


Mi percepción sobre los ancianatos siempre fue gris hasta que conocí el “Hogar Geriátrico El Abuelo de las Barbas de Maíz” esta visita ha sido una de las experiencias más ricas de mi vida, y no lo digo únicamente por el sentimiento de serenidad que da la fresca brisa del lugar, sino por la calidez de las personas que me recibieron. Era viernes 4 de febrero y llegué al lugar acompañado con mi hermano Jeiner Camargo, estábamos algo apresurados pero sabíamos que ese momento tenía un toque especial dentro de la agenda, al este del pueblo de Maicao estaba el que para mí es un refugio para librarse las cargas de la vida, allí nos recibió Jiyam Abdala, una amiga libanesa que dirige el geriátrico.

 

La primera imagen fue lo que esperaba, un señor sentado en silla de ruedas con una tímida sonrisa, lejos de todos y con algunas personas alrededor, sin hijos ni familia, me sorprendió aquella idea de que este lugar era lúgubre, que las personas se retiran allá a esperar que el infortunio de la muerte los visite, no siento justo que alguien deba pasar sus últimos días acompañado de la soledad, sin que alguien escuche sus historias, sin sonreírle a sus hijos cuando come. 


Me pesa la idea porque cuidé a mis abuelos por 8 años consecutivos, viví con ellos cuando mi abuela me cocinaba el arroz más rico del mundo, estuve cuando mi abuelo era consultado para dar consejos y de él destilaba la mayor sabiduría, era un portador de la palabra excepcional, pero también estuve con ellos cuando a mi abuelo “Pa’woushi” le faltó la memoria y aún de mi voz se desprendió, acompañé a mi abuela durante semanas enteras en el Adolfo Pons cuando mientras la artritis y una desviación en la columna le iban doblando la voluntad.

 

Al final me despedí de ambos abuelos con la conciencia tranquila, no tenía remordimientos, había entregado gran parte de mi adolescencia y juventud a cuidarlos, a disfrutarlos, a celebrar sus días, a escuchar sus historias, comer su comida, salir de viaje, esperar la mañana porque el día siguiente sería mejor, estuvimos juntos en tantos momentos que hoy considero que fueron muy pocos. Antes me preocupaba que al morir nadie me llorara, que me despidieran unas pocas personas en el cementerio, que mi presencia se apagara en el silencio de un suspiro. 


Hoy creo que lo peor es vivir solo, sin afectos a mi alrededor, sin compañía. “Hay que sembrar amor para poder cosechar lo bonito” fueron las palabras de Jiyam que me trajeron de nuevo a este momento, a este lugar donde hay 46 abuelos, claro, ese es el punto “sembrar amor”, recordé aquellas historias sobre abuelos wayuu que eran reclamados por su clan en la vejez porque sus hijos no los cuidaban bien, el sentido de familia es más extenso para nosotros, la responsabilidad de nuestros mayores es de los hijos y los sobrinos.



Aquí están 10 migrantes venezolanos que por distintas razones fueron traídos hasta acá, fue un momento de contener lágrimas, porque todos buscan a alguien, todos criaron a buenos hijos pero ya no saben nada de ellos, todos tienen la esperanza de encontrar a su familia, porque este lugar ha sido bueno pero no es su hogar, en ellos conservan la esperanza de ahogar sus llanto con la sonrisa de aquellos que los aman, pero siguen acá con la atención de enfermeras, trabajadoras sociales, psicólogos y voluntarios que participan de una labor admirable para mí. Yo cuidé a mis abuelos, porque ellos me dieron todo, pero aquí muchos cuidan a personas que apenas comienzan a conocer, personas con distintos caracteres y comportamientos.

 

La razón de mi visita fue motivada por un video que vi sobre el señor José Francisco, un padre que buscaba a sus hijos. Al hablar con él me repetía que fue buen padre, pero por cuestiones de la vida se separaron. Me agradó saber que sus hijos lo encontraron, o que él los encontró. Sabía en la expresión de sus hijos y nietos que lo querían, entendí que lejos de nuestras manos está el controlar nuestro futuro, pero que el amor que el Señor José sembró en sus hijos le ayudó a tener hoy en día la compañía de sus afectos en estos días difíciles que atraviesa.


Acá me recibió la amabilidad, el abrazo sincero y la ternura de mis abuelos nuevamente, cada uno de los abuelos en aquel lugar me recordó una característica de mis propios abuelos, eran la picardía y la inocencia sentados en armonía. Tenía curiosidad de saber si en ese lugar había algún wayuu, me contaron que en toda la historia del Geriátrico sólo tuvieron por un año a señor, que cuando su familia lo encontró se lo llevaron a la ranchería, confieso que eso me dio alivio, “no estamos tan graves como wayuu” pensé para mis adentros, esto significa que aun conservamos como pueblo el respeto y amor por nuestros mayores.

 

 


La tarde calló y me tenía que retirar, allá dejé a Jiyam junto a sus compañeros de trabajo y todos los abuelitos que cuidan, pero en mi mochila me robé algo de estas personas, su voluntad por aportar a este lugar, un refugio muy agradable, con personas que inspiran cariño y admiración, con un señor de 84 años que tiene más ganas de vivir que yo. Me quedo con el compromiso de regresar al geriátrico para devolverle al mundo parte de eso bueno que me da a mí, porque indistintamente de si lo merecen o no, cada ser humano lleva una historia de errores y aciertos, pero finalmente no hay nada más humano que acompañar a aquellos que se encuentran en una condición de vulnerabilidad.

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