La lucha feminista en el mundo es algo de conocimiento global, en la
última década se han fortalecido en algunos Estados a través de las leyes la
protección hacia las mujeres, esas son sólo algunas de las luchas que han
ganado, pero de nada sirven las leyes sin verdaderas garantías de cumplimiento,
porque más allá del castigo al infractor la ley debe ser promovida para evitar
esas infracciones; por encima de aparecer en un documento el proceso debe
apuntar hacia prevenir la violencia hacia la mujer y garantizar sus derechos,
confieso que estos temas de alguna forma eran desconocidos para mí y que poco a
poco he ido comprendiendo su importancia.
La primera vez que tuve noticias sobre la violencia basada en género
me sorprendió el hecho de las mujeres tuvieran que luchar hoy en día por sus
derechos cuando yo pensaba que eso era algo que nuestras abuelas ya habían
superado, porque en mi familia la mayoría de los profesionales eran las
mujeres, porque la cabeza de mi clan Epieyuu era una mujer. Pero con el tiempo
fui entendiendo que no todos se criaron en las mismas condiciones y con el
mismo contexto familiar que yo lo hice. Era común escuchar para mí que las
mayores dijeran indignadas: maalita’le apüralüjain süta’a ayatataaka shia
kepiain nümaa eekai kata’lin – Cómo no sé compadece de su propio dolor para
continuar con un hombre maltratador. Y quizás algo más abrumador para la figura
patriarcal: nnojotsu cho’ujaain tü tooloyuukoluirua, cho’ujaaka wachonyuu
wamüin – No pueden importar más los hombres que los hijos.
Crecí entre mujeres wayuu que tal vez no encajan en la visión
tradicional y generalizada de la mujer wayuu, ellas son de pose erguida y
palabra serena pero certera, no dan rodeos para hacer saber sus posturas y
pensamientos, en medio de esa determinación que las caracteriza son muy
abnegadas, quizás por eso muchas son maestras, enfermeras, médicas y gestoras
sociales. Ellas tejieron en mi mente el pensamiento de que todos tenemos las
mismas capacidades para desarrollar una vida mejor, de niño escuché frases como
“anashii wanoutai wakua’ipa saashin kusinachonkoo – debemos dirigir nuestro
destino como dijo la pequeña kusina” esas palabras eran la antesala para un
trabajo colectivo, así nos fueron enseñando que todos podíamos moldear o
conducir nuestro destino y nuestra suerte. Mi abuela Inés se amarraba un mecate
a la cintura y salía a hacer trabajos de hombres como le decían los demás, ella
cortaba leña, picaba las palmas de coco y las amontonaba para venderlas, regaba
la huerta y levanto el cercado de su tierra, vio que los hombres hacían todo
aquellos con sus manos, entonces ella con sus manos hizo lo imaginable para
otras mujeres.
De mis madres aprendí que las mujeres reciben a los niños al nacer y
son ellas quienes lo cargan para enterrarlo si la muerte violenta se los ha
arrebatado, son las mujeres las portadoras y transmisoras de la vida y son
ellas las salvaguardas de lo sagrado. En más de una oportunidad las ví luchar
por la familia, echando a sus hombres hacia atrás para salir ellas adelante en defensa
de lo que aman. Fue en ese ambiente que se sembró en mi ser el hecho de que
familia es “Apüshii – aquellos a quienes estoy amarrado” entendemos que esa
cuerda que nos une es la carne que nuestras madres nos heredaron, un hilo
invisible que es tan fuerte que ha sostenido en el tiempo la memoria de
alianzas y acuerdos generacionales que aún hoy honramos. “Nnojotsu wataraishin
tü wapüshikat, wala’ajaa wamüinjatüka shia – La familia no es como el sucio de
la piel que puedes limpiarte.
De pequeño escuché tantas historias, sobre hombres nobles y
cariñosos cómo “Rianta, chi Wayuu outa eerüinchikai – El hombre al que se le
murió la esposa” o Simiriuu el padre lluvia que defendió a Wolunka y castigó a
los abusadores, también escuché sobre mujeres valientes y decididas como las
Irama “Venadas” que emigraron del Norte hasta el Sur de La Guajira porque el
sueño les dijo que allá tenían el agua para sobrevivir, la voz de los hombres
opuso a salir del norte, acostumbrados a imponerse y mandar sobre la vida de
sus mujeres decidieron que ellas seguirían buscando agua de los jagüeyes
espesos y convertidos en lodo, aquellas mujeres tomaron a sus hijos y se fueron
hasta las riveras del río Kalankala y allá constituyeron una comunidad que
luego se extendió por toda La Guajira, ellas se negaron a volver con aquellos
hombres abusivos que sólo buscaban aprovecharse de ellas y fue tal su oposición
que Pulooi las convirtió en los seres que son hoy en día, indomables y
desconfiadas.
Aquellas mujeres que me criaron eran hijas de hombres Pütchipü’üi
(palabreros) eran nietas de agricultores y ganaderos, ellas crecieron entre
transhumancias tan ostentosas que los ganados de sus tíos “Daniel, Juan y Dimas
Fernández” no se podían contar y abarcaban extensiones enteras de sabana y cerros
en Iichipa’a y el Rooyo entre el corregimiento de la Flor de La Guajira y
Siapana. Ellas conocieron lo mejor de la cultura pero también vivieron lo más
bajo, los abuelos y los tíos nunca permitieron que sus mujeres fueran ofendidas
o agredidas, ellas tenían en su clan una protección que les garantizó vivir sin
miedos. Es allí donde uno dice que la lucha de las mujeres por sus derechos no
debe ser ajeno a los hombres, que superado el discurso de igualdad y
autosuficiencia de la mujer, los hombres wayuu debemos reflexionar sobre
nuestra postura hoy en día para con nuestras mujeres, si somos figuras
presentes en la vida de nuestras esposas, madres, hijas, hermanas, tías,
primas, sobrinas. Cuánto hacemos por darles importancia en nuestra
cotidianidad.
Es necesario refrescar la memoria colectiva y volver al origen de
nuestro pensamiento, a esas historias antes de la colonia cuando los abuelos
cantaban sobre las generaciones de los hijos de Mma y Juya. Cuando los
Ka’ulayawaa reflejaban la libertad entre los géneros sin censura y castigos.
Bueno sería volver a contar sobre Akumajaa la mujer que recorrió la península
de La Guajira recopilando los diseños del arte wayuu, venciendo miedos y
aprendiendo de las madres creadores del tejido. La historia de Ji’ise y Maküi
que sacaban de sus venas los hilos para sus tejidos. La historia sobre la mujer
Waraarat que cansada de los conflictos de sus familiares decidió amarrarlos con
sus brazos. O la julamia Maawui, que aprendió de Palaa el arte de tejer, de sus
cabellos sacaba las motas blancas de su tejido, hacía tejidos tan blancos y
perfectos como la espuma del mar. El relato de Kanaspi, la madre de Akumajaa
que le enseño a observar el mundo y descubrir la belleza en los cerros, el sol
y las plantas. El relato sobre mujeres como Pali’ise que se consagró a cuidar
de sus hombres y se convirtió en planta sanadora, o las mujeres Pulooi que
resguardan las fuentes de agua. Las mujeres outsu que son las mediadoras entre
el mundo terrenal y el espiritual. O la sagrada A’lania.
Pero sobre todo nunca olvidemos ni dejemos de contar sobre las
historias de nuestras mujeres luchadoras, de las que nos brindaron la vida y
nos hicieron familia. De mujeres como María Elena Palmar que se vino hace más
de un siglo ha Los Filuos y allí diseñó nuevos tejidos sociales para sus hijos.
Mujeres como Remedios Fajardo ha promovido el “Anaa akua’ipaa” un diseño
curricular para la educación propia y apropiada en La Guajira. Mujeres como
nuestras madres y nuestras abuelas. Porque en la medida que les demos esa
importancia jamás dejaremos que sean lastimadas.
Amaüjaa es el conjunto de todos los tipos de violencias, desde la
física como golpes, abusos y violaciones hasta las agresiones verbales y
psicológicas.
#LaGuajiraEsTuCasa te invita a reflexionar sobre la importancia de
la mujer en nuestro hogar y sociedad.
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