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8/11/2020

Outaa - La Muerte

Por:  Luis Fuenmayor
Wayuu Epieyuu
Reportero Comunitario- RED Putchimajana

A primeras horas en nuestro día 118 en cuarentena del lado colombiano y 125 en la guajira venezolana, nos sorprende la dolorosa noticia de un duelo. La muerte repentina de mi tía Aramirta Salas nos golpeó en medio de una situación muy complicada, las llamadas se cruzan de un familiar a otro, sumado al dolor por la pérdida ahora estaba un factor que ataca las fibras emocionales de nuestro pueblo, a diferencia de otras sociedades que viven sus duelos en soledad para sanar el corazón, los wayuu nos reunimos y soltamos el alma entre lágrimas, un efecto de trance colectivo al que todos pueden entrar poniéndose en el lugar del otro, sintiendo la pena y el dolor ajeno como propio.
Acostado en mi chinchorro pensé en la muerte, pensé en la soledad, me estremeció el recuerdo de aquellos que no están, inevitablemente pensé en mi sobrino, un chamo de 16 años que murió a manos de unos bandidos, era tan joven, tan voluntario, un hermano menor que deseaba en mi vida, tenía una apariencia agradable y un alma noble, trataba de ocultar sus miedos mostrando cara de limón con sal pero la realidad era que estaba lleno de inseguridades y eso acabó con su vida. Mientras una camioneta Ford me llevaba junto a una parcialidad de mi familia al lugar donde había quedado el cuerpo de Franklin, mi madre lloraba desconsolada preguntando el porqué de tanto dolor, era el tercer familiar que moría en el transcurso de un ciclo invernal, ella dejaba que el alma fuera libre, que fluyera entre lágrimas; pensé en lo injusta de su muerte, en la injusticia de lo que llaman ley y autoridad. 
Teníamos que llorar ahora, mi familia se despoja a paso lento de los preceptos culturales pero mi mamá estaba decidida a cumplir con el ritual mortuorio de su nieto, lloraba porque cuando lo viera no podía quebrantarse, debía limpiar su cuerpo, debía cargarlo, ella tenía que someterse a llevar el peso de aquel que era de su propia carne, sus consejos no fueron suficientes y lo aceptó. Esa muerte la odié, odiaba el vacío que dejaba mi sobrino. 
Tan sólo unas horas después me enfrentaba a la idea de que mi tía, la de los consejos amorosos, se desprendía de este mundo, volví a llorar y fui a su habitación, estábamos solos, tomé sus manos y la despedí, ella me apretó las mías como diciendo: espera un momento. Ese momento se extendió por dos días hasta que muy temprano su corazón le hablo al mío y me dijo que quería ver a sus hijos; todos, uno a uno de los familiares pasaron a despedirla, la imagen más dura fue la de abuela, en ese momento todos estábamos tratando de ser fuertes, tratando de conservar la calma. 
En realidad estábamos destruidos por dentro, un cáncer había acabado en tres meses el vigor de la más alta y elegante de mis madres. Queríamos avanzar, queríamos creer, queríamos seguir en el proceso de curar el corazón, llegó noviembre y el alma cansada de mi abuela comenzó a pesarle a su cuerpo, un desgaste en su columna había quebrado la voluntad de la mujer más fuerte que he conocido, el dolor y la tristeza produjo en su interior una hemorragia que duró una semana, cuando salió de mi casa creía que volvería sonriendo como siempre pero estando en el hospital me dijo que ya nunca volvería a casa y su ser lo sabía, el corazón volvió a estremecerse en mi interior, pero sonreí y la acaricié, era la piel que de niño me abrigó, quien me amó y protegió aún de mí mismo. Ahora debía quedar en su lugar, asumir ciertas responsabilidades, visitar a los enfermos, acompañar a los amigos y enfrentar los velorios como siempre lo hicieron quienes nos antecedieron.
Esta madrugada recordé a mi tía Aramirta quién tenía una voz fuerte, pero una sonrisa amplia, era de porte elegante y amaba la vida porque siempre estaba dispuesta a darla por su familia, era decidida y valiente, en resumen: la admiraba. Hoy una pandemia nos obliga a estar aislados, mantener un distanciamiento social, proteger a la familia alejándonos, una situación verdaderamente difícil para quienes tienen un familiar muerto mientras el corazón y la tradición nos piden abrazar, estar cerca.  No siempre se dan palabras de condolencias como lo hacen los no indígenas, nosotros solo necesitamos vernos, sabernos juntos para estar fuertes y consolarnos en colectivo. Entiendo que la muerte no siempre es mala, no siempre es odiosa, no siempre se ensaña en quitar para terminar, a veces llega para aliviar, para llevarnos junto a los nuestros. Pero qué difícil es asumir la ausencia en ese último adiós de aquellos a quienes amamos.
“Me avergüenza mucho no poder estar, estamos en toque de queda, sin gasolina, sin transporte…”, fue una frase que me dijo un tío con la voz quebrada y evidentemente afectada por tener que vivir un duelo extraño, vacío y ausente.  Tener que llorar un familiar sin verlo es como llevar el peso de no cumplir con un deber que nos demandan los ancestros que yacen en Jepira. 
Entretanto, no nos queda de otra:  aferrarnos a la idea de que esto termine pronto y podamos seguir siendo wayuu, viviendo nuestra espiritualidad, nuestras formas de vida tan sensibles ante un enemigo que quiere robarnos la vida y la existencia como pueblo.

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