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11/16/2022

Sheejuu Juyakaa - ¿A qué huele la lluvia?

Ese día desperté temprano con el canto de cientos de pajaritos en el patio, antes de abrir los ojos escuchaba esa maravilla (pero ya eso era normal), vivía en una comunidad a las afueras del pueblo de Paraguaipoa en La Guajira; los turpiales, zancalargos, palomitas, tórtolas y cardenales solían jugar entre las palmeras y los árboles de uvas playeras, en mi casa siempre habían matas frutales cómo cocos, mangos, guayabas, cerecitas, icacos, granadas y caujaros, recuerdo emocionarme mucho de niño cuando los Gonzalitos anidaban y llenaban los árboles altos con sus hogares hechos de canastas tejidas con ramas y hojas secas. Todo parecía normal ese día pero algo nuevo era ese aroma en el ambiente, había una frescura que inundaba mis pulmones. Mientras me movía en el chinchorro sentía el rocío en las hebras de nylon, por una parte quería quedarme allí todo el día pero en comunidad la vida comienza cuando el gallo canta, los niños lloran y las madres hacen ruidos en la cocina.


En la comunidad las mañanas son sonoramente evidentes y al medio día los pajaritos bajan a buscar comida y agua. En invierno pasan alcaravanes, patos, pelícanos y gaviotas. Pero está vez se dejaban ver de cerca, algunas veces nos avisabamos cuando las manadas de aves migrantes zurcaban el cielo escribiendo letras nuevas que íbamos adivinando. Los juegos no dependían de señal, de luz o algún juguete inteligente, jugábamos a ser buenos y malos, a correr y alcanzarnos, otros niños tenían sus hondas para cazar aves, espantar cochinos o auyentar al “Jeesü”. -Te’iteerü süka takouchain tü jeesa’atakaa. Escuché a alguno decir envalentonado, pero yo sí que le temía profundamente a ese animal que sale en invierno. La noche anterior nos contaron que el invierno pasado se comió los perros de Pablito, que dos inviernos atrás se estaba acercando a las casas donde los niños se quedaban a escuchar las conversaciones de los adultos, sin preguntar mucho los pequeños de la casa nos acostamos a dormir temprano.


Esa mañana mi abuela me brindó el desayuno más rico “del mundo mundial” en una taza verde estaba la arepa de harina blanca (pan) hecha en leña y un vaso de café con leche caliente, si se te viene al paladar el sabor de leche liquida en caja o hecha de polvo, lamento decepcionarte, eso era leche de vaca recién ordeñada, el café le daba un color oscurito y ese aroma que volaba por el aire era como embriagante, mis pies se movían entrelazados bajo la mesa de madera tapando mi pantalón corto azul y mi franela amarilla felizmente manchada, pero lo mejor de ese banquete era cuando uno partía la arepa en trocitos y le echaba el café con leche y esperabas a qué los sabores se concentraran para vivir un placer inigualable. Eso era comer humildemente el mejor plato, no era ejecutivo sino gubernamental.

Ese día escuché a los grandes decir que la semana entrante llegaría tía Rosana, que muy seguramente a mediados de diciembre llegaba tío Varón. En esta época la familia sabe que es momento para estar juntos. Pero la visita que no me avisaron fue la de mamá Rosa, (mi abuela paterna) ella llegó de sorpresa con Perozo (una primita), llegaron cargadas de comida, sobre sus frentes tenían unas fajas de fique que sostenían las Kattoui (mochilas) llenas de auyamas, maíz, sorgo, guineos y yuca. Venían desde Guana, un asentamiento a las faldas de Montes de Oca. Uff recibirlas fue espectacular, ese día almorzamos sabroso, un espagueti frito con poca verdura y olorcito a humo, justo mientras estaban sirviendo la comida me mandaron a la tienda a buscar una Coca-Cola "familitro" para compartir, almorzamos y justo después que terminamos de comer mi abuela Inés se metió de nuevo a la cocina para montar la olla más grande con agua, la vi sacar una mochila con mazorcas y se me iluminó la vida, esa noche cenaríamos más rico todavía.


En la tarde los mayores se sentaron a conversar mientras nosotros nos íbamos a jugar con Perozo al patio ¡Qué patio ese!. Mis padres insistían (aún lo hacen) que debíamos estar calzados pero esa sensación de la tierra arenosa bajo los pies no se compara a nada, sentir la calidez a medida que el sol sube en el cielo, la frescura en las zonas donde la lluvia dejó su huella, el alivio de una sobra bajo los árboles cuando llevas rato caminando sobre tierra caliente, eso de subir los médanos y sentir como la tierra juega contigo a no dejarte subir, eso no lo siento igual cuando estoy calzado. Así pasamos el rato jugando entre nuestros “pequeños – grandes” mundos. El cielo se nubló de nuevo y otra vez ya estábamos corriendo cerca de la casa cuando nos llamaron a comer, esta vez sirvieron en una bandeja una pila de mazorcas cocidas, en el plato nos colocaban una porción de cuajada de queso y teníamos que ir agarrando el jojoto para comer, esos deliciosos granos se sentían como comerse un pedacito de sol en el atardecer.


No sólo recuerdo la comida, también tengo fresca en la memoria el aroma a yerbas verdes humeando para ahuyentar los mosquitos, la repentina noticia de “jatunka maa” nos obligaba a dormir con el cortejo de los grillos de fondo, esperaba que en cualquier momento pasara alguna ave nocturna cerca de la casa, podían ser búhos con la sequedad de su saludo, un alcaravan jugueton que invitaba a las señoritas a buscar novio o un flamenco anunciando problemas. Pero esa noche no pasó ninguno, de repente la quietud de esa época rompió con todos los sonidos, calló los aplausos de las palmeras, el chillido de los grillos, el crogido de los sapos, el ladrido de los perros, en ese momento la playa de escuchaba allí cerquita pasando la calle, casi se podía escuchar las olas golpeando la tierra, y en medio de esa cercanía con el mar uno se va durmiendo, el frío lo quiere abrazar a uno, pero afortunadamente tenía mi cobija “de don gato y su pandilla” y me arropé fuerte hasta caminar por aquellos senderos que me alumbra “Lapü” el señor sueño.

Y si les contará el día siguiente y los que le seguían no había tristezas en aquellos días de invierno, un par de días después fuimos a visitar una cuñada de mi abuela paterna y le llevamos auyamas y allá nos brindaron arroz aguado con carne cecina, nos dieron dulce de leche y comimos guapitos "bollitos” de maíz con frijol guajiro. Nadie nunca me dio una clase dictada sobre reciprocidad, sólo vivíamos entre ekiriaa y koloushi; de regreso a casa iba yo cargando en mis manos el tesoro me dio tía Neca, un pote de harina de arroz que en realidad estaba lleno de kojosu, un yogur casero exquicito. Y no crean que lo mejor de aquellos días fue la comida, lo mejor de todo era escuchar las extensas historias de mamá Rosa, su rostro lleno de arrugas y mirada tímida, ella tenía la sonrisa más bonita que puedo recordar hasta ahora; nos sentaba en el camino para descansar un rato y allí bajo el taparo (totumo) nos contaba sobre la vez que el conejo engañó al tigre, cuando la historia estaba tornándose más emocionante nos decía que después la terminaba porque debíamos continuar el camino o se nos haría de noche. No estoy seguro de si olvidaba el resto de sus historias o si era una estrategia para que al día siguiente todos estuviéramos pendientes de acompañarla a una nueva visita y escuchar el final de la historia, sólo puedo decir que todos los niños siempre queríamos salir a caminar con ella y escuchar sobre Atpanaa, Ka'laira, Waneesa'tai, Rianta, Keeralia, Waluuseechi, Kute'ena y otros tantos personajes.


Hoy estoy escribiendo desde un chinchorro que huele a humedad, alumbrado por los tímidos rayos del señor Kashi (luna) que se asoma entre las nubes, escribo desde el alma lo que es para mí los mejores momentos de mi vida. Mañana espero estar de nuevo en mi comunidad para asomarme cerca del corral de los ovejos y sentir ese aroma a nobleza, ese olor a dignidad, a esperanza, porque cuando llueve la tierra celebra, los animales engordan. Cuando llueve las costillas de ovejo no necesitan aceite, humean a kilómetros por la grasa goteando sobre las brasas. Cuando llueve en el monte la siembra crece, los cocales aumentan su producción, los atardeceres te brindan espectáculos irrepetibles e incomparables, en invierno las historias de cuentan bajito porque sin avisar el viento se queda quieto y los chismes caminan ligeros, en invierno el molino da más vueltas y el café humea mucho más que cualquier otra época del año. En invierno cuelga desde las vigas del techo un racimo de guineos madurando cubierto por una manta viejita de la abuela. Y la lluvia huele a...

3 comentarios:

  1. Me gusto mucho , describiste exactamente a que huele la lluvia , la prosperidad de aquellos dias , eso que dijiste sobre andar descalzo asi mismito se siente ❤️

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  2. Espectacular, uno de mis favoritos... ❤️como siempre, el mejor de los tiempos luciendose👏

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