Por: Carlos Manuel Guerra López
"Nuestros mitos, apellidos, ciudades y comportamientos hacen parte de un mundo conectado en constante movimiento".
La
migración es un fenómeno histórico que se encuentra atado a la memoria, a las
adversidades, a la esperanza, a la relación con un mundo natural y espiritual,
a la incompatibilidad de convivir con el otro, y a la posibilidad de construir
o asegurarse un futuro distinto. Estas aristas se encuentran lejos de ser
exclusivas de una cultura en particular, responsabilidad única de un gobierno
de turno o de un evento natural catastrófico. En su lugar, la migración es un
fenómeno común de la humanidad.
Muchas
historias del pueblo indígena wayuu se basan en diversos viajes y procesos de
migración. Estos relatos míticos tienden a brindar explicaciones sobre el mundo
que habitamos y nos permiten identificarnos con algunas prácticas, sujetos y
lugares. Entre ellos, un relato de gran importancia es el de los cerros titulares,
los hermanos: Itujolu (la Macuira), Epitsü (el cerro de la teta) y
Kama’ichi (mal llamado pilón de azúcar). Cuenta la historia, que
debido a una fuerte hambruna los hermanos menores Epitsü y Kama’ichi optaron
por abandonar su lugar de origen en busca de nuevos y mejores horizontes. Ambos
marcharon con la esperanza de algún día volver. En esa larga travesía, Kama’ichi
terminó casado con Jepírachi (un viento agradable que viene del Cabo
de la Vela) y se convirtió en el señor de las cosas del mar. Por otro lado, Epitsü
se casó con Uuchajatü (un viento proveniente de las montañas),
convirtiéndose en los proveedores de frutos y siembras. Ambos cerros se establecieron
en sus respectivos lugares, nunca más regresaron.
Todo
proceso de migración es una constante interacción con el otro, es una historia
de contacto y de relaciones. El contacto con otras culturas y territorios hace
parte de la esencia misma del mundo wayuu. Según el historiador Ernesto Bacci, los
wayuu hacen parte de los considerados indios marítimos, grupos que por
su particular relación con el mar, se convierten en comunidades cosmopolitas, y
que “participaban activamente en las redes de comercio del Atlántico, hablaban
con fluidez algunos de sus idiomas y tenían conocimiento íntimo de su mercado y
culturas”.
Muchos
wayuu enviaban sus hijos a la isla de Jamaica con la intención de que estos
aprendieran inglés, el manejo de las armas de fuego y el uso de artillería. De
hecho, era más importante, en ese momento histórico, aprender inglés, después
de todo era el idioma del comercio, en contraposición del español, que era el
de la guerra. Su incursión por el gran Caribe llevó a que este pueblo indígena
forjara vínculos con las Antillas holandeses y comercializara con franceses e
ingleses. Por esta razón, Bacci los cataloga como un pueblo transimperial.
Los
mitos y la productiva relación comercial entre el mundo wayuu y el gran Caribe
no son los únicos escenarios de migración que nos brinda la nutrida historia de
La Guajira. La lingüística y la historia fundacional de su capital también se
ven enriquecidas por los procesos migratorios. El lingüista guajiro, Francisco
Justo Pérez, relataba cómo la especificación del wayuunaiki nos remite a
la amazonia de hace miles de años. Su génesis se remonta a un proceso de
migración llevado a cabo hace 5.000 o 3.500 años, lo que produjo el
esparcimiento del stock arawak hacia el norte, desplegando múltiples
lenguas que involucrarían a: Surinam, Guyana, América central y algunas islas
del Caribe. De esta manera, la escisión del wayuunaiki como lengua pudo suceder
alrededor de 1.500 años atrás.
Por
otro lado, Riohacha, su capital, se aleja de los mitos fundacionales clásicos
basados en una figura heroica que erige una ciudad como resultado de una
cruenta batalla. En contraposición, la ciudad entera es fruto de un proceso de
migración proveniente de Nuestra señora de los Remedios del Cabo de la Vela.
Por si fuera poco, durante sus primeros tiempos, Riohacha hacía parte de la
jurisdicción de Santo Domingo, es decir, sus fronteras políticas y dimensiones
jurídicas se extendían por el gran Caribe. Esto sin mencionar los asentamientos
de familias holandesas y judíos sefardíes que incursionaron en el contrabando
durante todo el siglo XVIII y XIX.
Por
ello, como resultado de todos los procesos migratorios, si algo podemos tener
claro los guajiros, es la importancia de la migración en la construcción de lo
que somos, de lo que alguna vez fuimos y, por supuesto, de lo que seremos. No
existe un tiempo pasado originario que hable de falsas purezas raciales o de
autonomías absolutas. Nuestros mitos, apellidos, ciudades y comportamientos
hacen parte de un mundo conectado en constante movimiento. Cuando estos
criterios se tornen borrosos y culpemos a todo migrante de las desventuras
actuales, es bueno reflexionar y recordar que “el chivo” fue durante mucho
tiempo un extranjero.
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