Weildler Guerra Curvelo
En las últimas semanas gran parte del país se ha visto inundado de panfletos que contienen amenazas selectivas contra personas a las que se sindica de expender drogas, de ejercer la prostitución, cometer acciones delictivas o tener preferencias amatorias diferentes a la predominante heterosexualidad. Estas acciones de intimidación también se dirigen contra organizaciones sociales ya sean defensoras de derechos humanos, de carácter cívico o se trate sencillamente de asociaciones de mujeres indígenas. El universo geográfico de la coerción es extenso y comprende lugares tan heterogéneos como la localidad de Suba en Bogotá, las calles de Maicao el Bajo Cauca y el Urabá antioqueños, la zona de Tierra Alta, el emblemático barrio arriba de Riohacha y las paredes de la Universidad de Cartagena.
Mientras más exhortaciones a la tranquilidad hacen las autoridades policiales y militares más zozobra y desazón se causa entre la población civil que desconfiada ve como estas amenazas se reflejan de manera coherente en el papel y en la realidad pues son refrendadas por decenas de homicidios selectivos: signos de un siniestro mensaje que debe ser descifrado por la inerme ciudadanía. Esta se pregunta ¿quiénes son los autores?¿porqué los organismos de seguridad parecen negligentes o incapaces ante tales amenazas’?
A diferencia de la espiral de violencia que vivimos en el pasado reciente, cuya dirigencia era identificable y cuyo control poblacional era más o menos claro, esta no tan nueva criminalidad parece carecer de rostro y sus aparatos coercitivos se perciben envueltos en procesos de disputa o consolidación territorial frente a otras agrupaciones armadas. La situación es tan perversa que en algunas zonas hay quienes añoran el antiguo orden paramilitar. Es evidente, sin embargo, que el nivel de coherencia y simultaneidad de estas acciones intimidatorias en todo el país muestra un grado de coordinación, unidad de objetivos, planificación y capacidad de recursos que no está al alcance de un grupo de delincuentes barriales. El narcotráfico tampoco es su único objetivo como nos tratan de hacer creer las autoridades nacionales.
La persecución á drogadictos, activistas, pequeños delincuentes, y prostitutas podría explicarse a través de lo que el politólogo Gustavo Duncan ha llamado “la propiedad de los derechos de ciudadanía”. Estas organizaciones criminales no solo pretenden controlar los flujos migratorios sino que deciden, según sus intereses, los individuos que pueden vivir en sus áreas de influencia. Ellas tratan de mantener el orden social favorable a sus actividades licitas e ilícitas. Enarbolan por ello la defensa de los valores y conductas que se quieren imponer en el territorio que ocupan y tratan de regular la conducta entre los individuos y el interior de la comunidad midiendo el largo de las faldas de las mujeres y fijando la hora a la que deben acostarse los adolescentes.
Por lo pronto algunas poblaciones como la de Cereté en Cordoba han reaccionado junto con sus autoridades con dignidad y cohesión frente a estas amenazas. En otras latitudes del país algunos organismos de seguridad y autoridades locales muestran, por el contrario, una pasividad tal que parecen haber sido cooptadas o suplantadas por este tipo de poderes. A los colombianos que viven y mueren bajo este régimen de intimidación les queda, al menos, el consuelo de haber escuchado sobre los logros de la seguridad democrática. Seguridad que parece haber sido concebida solo para combatir a las Farc.
Este tipo de amenazas contra estos pequeños delicuentes, trabajadoras sexuales, homosexuales y activistas, son hechas por personas socialmente resentidas, que creen tener poder para terminar con la vida de alguien que no comparta su afinidad ideologica, sexual o algún otra diferencia.
ResponderEliminarEsto demuestra también el nivel de intolerancia vivida en nuestro país.